El día estaba alucinante. Aproveché la oportunidad de tener tan buen clima, y decidí lavar mi auto. Hace pocos meses, tras una
larga carrera cuesta arriba y repleta de obstáculos, logré comprar mi
primer auto. Mi nueva adquisición no era la gran cosa para un conocedor
de la industria automotriz, pero para mis ojos significaba el fin de un
período al que no quiero volver nunca más. Recuerdo esas miles de
tardes grises en el 134 rumbo a mi casa. Más bien aquella tarde, mas
siniestra y tétrica que todas las demás. Pero no, me hace tan mal volver a
recapitular aquellos recuerdos tan turbios y llenos de desasosiego.
Allí
estaba yo, lavando mi tesoro recién adquirido, diciéndole adiós a esos
días que por fin quedaban atrás. Era un cambio de etapas en el que ya no tendríamos que esperar más
bondis (yo y mi fiel compañero; el gélido Frío) y por supuesto que estaba
desmedidamente feliz por todas las comodidades y ventajas que posee
tener movilidad propia .
El auto estaba un poco sucio, por esa manía
mía de explorar al máximo los campos verdes que rodean mi ciudad (Venado
Tuerto), pero siempre creí que limpiar es terapéutico en cierta
medida, ya que uno se convence de tener el poder de ordenar todo con sus
manos, y vé ese orden magistral aparecer ante sus ojos.
Entre
una pared, una canción de Pescado Rabioso y mi auto, levanté el
limpiaparabrisas y al momento de tocar aquel plástico angosto recordé
enttonces toda la tarde repleta de tragedia, de un invierno cruel, de
un año que desearía no recordar jamás en mi vida...
Volvía de un
trabajo que odiaba, lleno de gente que odiaba, con un sueldo que daba
lástima y una soledad que me marchitaba las venas cuando decidí hacer
aquella estupidez. Fui al baño y me miré detenidamente. Me ví abatido,
olvidado e inservible. Me ví como con asco, como quien vé un video
lleno de algo que nos disgusta pero no puede dejar de mirar por
curiosidad. Me ví y ví ese odio que reinaba dentro de mi alma. Y allí lo
decidí.
Abrí la puerta del espejo, y me alivió no verme. Tomé la
máquina de afeitar, la desarmé y sostuve entre mis dedos la fría y
filosa gillette.
Mientras pasaba el dedo sobre la goma fina del
limpiaparabrisas, recordé muy nítidamente el tacto de aquél pedacito de
metal. Mientras veía las gotas deslizándose, pude ver la transformación
del agua transparente a un rojo escarlata de la sangre. Mientras
apoyaba mi mano sobre el vidrio lleno de agua, recordé tocar el mármol
con su pequeño charco. Luego recuerdo
despertar en el hospital, la charla con la psicóloga que me miraba con
cara de "Flaco, ¿¡En-qué-carajo estabas pensando!?" Pero ellos no
entienden lo que pasó. Jamás pudieron ni podrán ver lo que ví, sentir lo que sentía,
sufrir lo que sufrí.
Volví en mi luego de aquel trance. No sé cuanto tiempo pasó
pero noté que ya oscurecía. Y que mis zapatillas estaban recibiendo el
chorro tranquilo de una manguera desinteresada en lo que respecta a mis
memorias.
Al día siguiente fui al trabajo que me gusta, con el
auto (a mitad del lavado) que me gusta, luego de un desayuno
que me gusta (café y tostadas con dulce de leche, realmente delicioso).
Miré el panorama mientras disfrutaba el café caliente bajando por mi garganta y dilucidé el entorno que me gusta, formado por mi mujer, infalible piedra angular en la cual me sostuve durante el recorrido nocivo de mi vida; mis dos hijas, inefable amor que siento por el fuego de mi corazón: mis dos
pequeñas; mi gato, Nousy, que ronroneaba en un sillón y el perro que me miraba con cara de
"Cuando me volvés a sacar?".
Y mientras manejaba, me asombraba
la siguiente conclusión a la que llegaron mis pensamientos: Son
impresionantes las vivencias que una única alma puede atravesar a lo
largo de los altibajos gigantescos que va dando su vida.
Lavar el
auto, fue lavar mi espíritu. Encontré ese orden magistral en mi nuevo presente, lo ví reinar
mi mundo, lo analicé, agradecí y disfruté con cada fibra de mi
ser.
Y la manguera todavía está en mis zapatillas, despabilándome, siempre. Pero ya no lo hace de forma tan desinteresada.
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