domingo, 6 de octubre de 2013

Celebración de la fantasía

Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, por que la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano. 
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón. 
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba mas de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca: 


-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo 
-Y anda bien? -le pregunté 
-Atrasa un poco -reconoció. 


Eduardo Galeano. 

viernes, 12 de julio de 2013

Ríos Metafísicos. Julio Cortázar.

“Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impuso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es un orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en perjuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.” (Rayuela, Julio Cortazar)

lunes, 25 de marzo de 2013

Yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.



(Capítulo 7, Rayuela, Cortázar)

jueves, 14 de febrero de 2013

El Puente


El rugido de las hélices de la avioneta cayendo en picada se volvió más intenso. Un ave había impactado en el motor, el cual había sido reducido a un montón de hierro caliente y humeante, totalmente inservible, causando así la caída en picada de la avioneta.
Por suerte se encontraban a muchos metros sobre el nivel del mar caribeño, así que el piloto consiguió con el tiempo justo maniobrar la avioneta para realizar un aterrizaje más que forzoso, pero no pudo evitar que la avioneta quedara incrustada sobre la arena de una de las islas de aquel archipiélago.
Marcos y Javier, piloto y copiloto, estaban varados en el medio de playas paradisíacas completamente blancas por los salitres, con aguas claras en las que se podían apreciar detalles de los peces que nadaban perezosamente entre una vegetación acuática impresionante. Luego de caminar varias horas entre islotes y aguas no profundas que dividían a las mismas, buscaban algún tipo de comunicación para mandar, sea por radio, telégrafo o lo que fuere, un comunicado pidiendo S.O.S., pero nada de esto ocurrió.
Minutos antes de salir a vuelo, los dos tripulantes habían sido advertidos de una terrible tribu salvaje perdida en una de las cientos de islas que conformaban el archipiélago. Los nativos que se encontraban cerca del rudimentario aeropuerto les advirtieron que los hombres de ésta tribu capturaban a todo ser que se acercara a sus aposentos, para luego hacer una especie de ritual y devorarse sin piedad a los cautivos.
Luego de varias horas de caminata y con muy poca agua, desenmarañaron unos arbustos hasta el punto de poder vislumbrar un puente carcomido por los hongos, de aproximadamente 25 metros de largo. Siguieron caminando por la isla que daba hacia el Este del puente, comenzaron a cruzar hacia la otra isla cuando una trampa fabricada por los aborígenes atravesó con dos flechas, una en el tórax y otra en el hombro izquierdo a Marcos, lo que hizo que Javier se tirara cuerpo a tierra para evitar cualquier objeto filoso y con la punta envenenada que pudiese volar en dirección hacia donde él se encontraba.
En el momento en que se agachó, logró vislumbrar tres individuos delante de él corriendo hacia el puente, con pinturas blancas en sus caras y tatuajes dolorosos sobre sus cabezas rapadas, gritando para llamar al resto de la tribu y blandiendo arcos elásticos hechos con cañas y un carcaj tejido con el hígado de algún animal de la zona, repleto de flechas sumergidas en veneno de una serpiente de color verdoso que dormía a sus víctimas para luego ingerirlas vivas, y que se confundía entre las raíces de los árboles de aquellas islas.
Ojalá pudiese decir que Javier salió vivo de aquella situación, pero temo admitir que no lo hizo. Colocó una pistola que disparaba bengalas sobre su lengua, lamentó hacer caso omiso a las advertencias en el aeropuerto, revivió sus recuerdos más nítidos, inclusive uno en el que cuando era niño y atravesó un momento de su vida muy vergonzoso (por haberse orinado en sus pantalones en primaria), recordó los profundos aromas de las flores que sobraban en el país en el que vivía y otras adorables memorias que grabó en su mente al momento de jalar el gatillo que le lanzó un proyectil y le perforó el cráneo, justo después de auto convencerse de que, en esas condiciones era un hombre muerto, pero un hombre que prefirió morir recostado en aquella estructura de madera de un disparo certero, a ser hervido tortuosamente en una olla gigante por los caníbales salvajes.