Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, por que la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba mas de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo
-Y anda bien? -le pregunté
-Atrasa un poco -reconoció.
Eduardo Galeano.
domingo, 6 de octubre de 2013
viernes, 12 de julio de 2013
Ríos Metafísicos. Julio Cortázar.
“Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando
en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer
para levantarse mejor con el impuso. Yo describo y defino y deseo esos
ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el
puente, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No
necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna
conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es un orden misterioso,
esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las
verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en
perjuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser
absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah,
dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.” (Rayuela, Julio
Cortazar)
lunes, 25 de marzo de 2013
Yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
(Capítulo 7, Rayuela, Cortázar)
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
(Capítulo 7, Rayuela, Cortázar)
jueves, 14 de febrero de 2013
El Puente
El rugido de las hélices de la avioneta cayendo en picada se
volvió más intenso. Un ave había impactado en el motor, el cual había sido
reducido a un montón de hierro caliente y humeante, totalmente inservible,
causando así la caída en picada de la avioneta.
Por suerte se encontraban a muchos metros sobre el nivel del
mar caribeño, así que el piloto consiguió con el tiempo justo maniobrar la
avioneta para realizar un aterrizaje más que forzoso, pero no pudo evitar que la
avioneta quedara incrustada sobre la arena de una de las islas de aquel
archipiélago.
Marcos y Javier, piloto y copiloto, estaban varados en el
medio de playas paradisíacas completamente blancas por los salitres, con aguas
claras en las que se podían apreciar detalles de los peces que nadaban
perezosamente entre una vegetación acuática impresionante. Luego de caminar
varias horas entre islotes y aguas no profundas que dividían a las mismas,
buscaban algún tipo de comunicación para mandar, sea por radio, telégrafo o lo
que fuere, un comunicado pidiendo S.O.S., pero nada de esto ocurrió.
Minutos antes de salir a vuelo, los dos tripulantes habían
sido advertidos de una terrible tribu salvaje perdida en una de las cientos de
islas que conformaban el archipiélago. Los nativos que se encontraban cerca del
rudimentario aeropuerto les advirtieron que los hombres de ésta tribu capturaban
a todo ser que se acercara a sus aposentos, para luego hacer una especie de
ritual y devorarse sin piedad a los cautivos.
Luego de varias horas de caminata y con muy poca agua, desenmarañaron
unos arbustos hasta el punto de poder vislumbrar un puente carcomido por los
hongos, de aproximadamente 25 metros de largo. Siguieron caminando por la isla
que daba hacia el Este del puente, comenzaron a cruzar hacia la otra isla cuando una
trampa fabricada por los aborígenes atravesó con dos flechas, una en
el tórax y otra en el hombro izquierdo a Marcos, lo que hizo que Javier se
tirara cuerpo a tierra para evitar cualquier objeto filoso y con la punta
envenenada que pudiese volar en dirección hacia donde él se encontraba.
En el momento en que se agachó, logró vislumbrar tres
individuos delante de él corriendo hacia el puente, con pinturas blancas en sus
caras y tatuajes dolorosos sobre sus cabezas rapadas, gritando para llamar al
resto de la tribu y blandiendo arcos elásticos hechos con cañas y un carcaj tejido
con el hígado de algún animal de la zona, repleto de flechas sumergidas en
veneno de una serpiente de color verdoso que dormía a sus víctimas para luego
ingerirlas vivas, y que se confundía entre las raíces de los árboles de
aquellas islas.
Ojalá pudiese decir que Javier salió vivo de aquella
situación, pero temo admitir que no lo hizo. Colocó una pistola que disparaba
bengalas sobre su lengua, lamentó hacer caso omiso a las advertencias en el
aeropuerto, revivió sus recuerdos más nítidos, inclusive uno en el que cuando
era niño y atravesó un momento de su vida muy vergonzoso (por
haberse orinado en sus pantalones en primaria), recordó los profundos aromas de las flores
que sobraban en el país en el que vivía y otras adorables memorias que grabó en
su mente al momento de jalar el gatillo que le lanzó un proyectil y le perforó
el cráneo, justo después de auto convencerse de que, en esas condiciones era un
hombre muerto, pero un hombre que prefirió morir recostado en aquella
estructura de madera de un disparo certero, a ser hervido tortuosamente en una
olla gigante por los caníbales salvajes.
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