sábado, 10 de noviembre de 2012

Posibilidades de la abstracción (de Julio Cortázar)

Trabajo desde hace años en la Unesco y otros organismos internacionales, pese a lo cual conservo algún sentido del humor y especialmente una notable capacidad de abstracción, es decir, que si no me gusta un tipo lo borro del mapa con sólo decidirlo, y mientras él habla y habla yo me paso a Melville y el pobre cree que lo estoy escuchando. De la misma manera, si me gusta una chica puedo abstraerle la ropa apenas entra en mi campo visual, y mientras me habla de lo fría que está la mañana yo me paso largos minutos admirándole el ombliguito. A veces es casi malsana esta facilidad que tengo.

El lunes pasado fueron las orejas. A la hora de le entrada era extraordinario el número de orejas que se desplazaban en la galería de entrada. En mi oficina encontré seis orejas; en la cantina, a mediodía, había más de quinientas, simétricamente ordenadas en dobles filas. Era divertido ver de cuando en cuando dos orejas que remontaban, salían de la fila y se alejaban. Parecían alas.

El martes elegí algo que creía menos frecuente: los relojes de pulsera. Me engañé, porque a la hora del almuerzo pude ver cerca de doscientos que sobrevolaban las mesas en movimiento hacia atrás y adelante, que recordaba particularmente la acción de seccionar un bife. El miércoles preferí (con cierto embarazo) algo más fundamental, y elegí los botones. ¡Oh espectáculo! El aire de la galería lleno de cardúmenes de ojos opacos que se desplazaban horizontalmente, mientras a los lados de cada pequeño batallón horizontal se balanceaban pendularmente dos, tres o cuatro botones. En el ascensor la saturación era indescriptible: centenares de botones inmóviles, o moviéndose apenas, en un asombroso cubo cristalográfico. Recuerdo especialmente una ventana (era por la tarde) contra el cielo azul. Ocho botones rojos dibujaban una delicada vertical, y aquí y allá se movían suavemente unos pequeños discos nacarados y secretos. Esa mujer debía ser tan hermosa.

El miércoles era de ceniza, día en que los procesos digestivos me parecieron ilustración adecuada a la circunstancia, por lo cual a las nueve y media fui mohino espectador de la llegada de centenares de bolsas llenas de papilla grisácea, resultante de la mezcla de corn-flakes, café con leche y medialunas. En la cantina vi cómo una naranja se dividía en prolijos gajos, que en un momento dado perdían su forma a cierta altura de un depósito blanquecino. En este estado la naranja recorrió el pasillo, bajó cuatro pisos y luego de entrar en una oficina, fue a inmovilizarse en un punto situado entre los dos brazos de un sillón. Algo más lejos se veían en análogo reposo un cuarto de litro de té cargado. Como curioso paréntesis (mi facultad de abstracción suele ejercerse arbitrariamente) podía ver además una bocanada de humo que se entubaba verticalmente, se dividía en dos translúcidas vejigas, subía otra vez por el tubo y luego de una graciosa voluta se dispersaba en barrocos resultados. Más tarde (yo estaba en otra oficina) encontré un pretexto para volver a visitar la naranja, el té y el humo. Pero el humo había desaparecido, y en vez de la naranja y el té había dos desagradables tubos retorcidos. Hasta la abstracción tiene su lado penoso; saludé a los tubos y me volví a mi despacho. Mi secretaria lloraba, leyendo el decreto por el cual me dejaban cesante. Para consolarme decidí abstraer sus lágrimas, y por un rato me deleité con esas diminutas fuentes cristalinas que nacían en el aire y se aplastaban en los biblioratos, el secante y el boletín oficial. La vida esta llena de hermosuras así.


Julio Cortázar.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

No fueron las mordidas

Era una tarde ordinaria en la ciudad de Rosario. El joven comenzó a acercarse. Caminaba por la misma vereda en la que estaba ese tipo, un anciano canoso vestido como algunas personas se visten para dormir una siesta la cual es tradición y hasta tiene sus minutos contados. Calzoncillo de cuadros y una musculosa blanca era lo que vestía, un poco arrugada y manchada con vino, más unas alpargatas rancias.
El anciano parecía estar forcejeando, con algo o alguien que estaba del otro lado de la puerta.
Las hojas caían de los árboles en la estación de Otoño y el joven, con sus auriculares despreocupado, parecía estar terminando su larga caminata en no mas que cinco cuadras, mientras se acercaba donde estaba el segundo sujeto, haciendo fuerza y con los brazos desplegados en el marco de la puerta. Cuando no estaba a más que cuatro metros, entre las piernas del hombre emergió un Pitbull blanco, furioso por su hambre y falta de libertad, y se abalanzó sobre el pibe que, de repente, se encontraba siendo sorprendido por un ataque estando en una nebulosa de música y pensamientos sobre una lista de cosas que debía hacer y materiales que tenía que comprar. El shock fue inesperado y muy fuerte.
Un vecino corrió llevando una escoba para despegar al perro del  flaco, pero fue demasiado tarde. Estaba muerto.
No fueron las mordidas sino el ataque cardíaco el cual lo liquidó. Un corazón castigado por una vida de inmortal, el cigarrillo y la comida chatarra resultó ser demasiado débil para el pobre joven que atravesaba esa cuadra, aquel lugar. Que, trágicamente, descansó por unos minutos hasta que la ambulancia llegó sobre esa vereda mitad soleada cerca de su casa. El destino sabrá que fue del pobre perro.